dimecres, 25 de novembre del 2015
Paisatge i llibres
dimecres, 10 de juny del 2015
Un art
dimarts, 2 de juny del 2015
Dietari de l'estació: Sebald, l'etern caminant
Francesc Garriga Barata per Joan Todó
dijous, 28 de maig del 2015
Sebald, l'etern caminant
dimarts, 19 de maig del 2015
Maestrat Viu, les coses ben fetes
dimecres, 15 d’abril del 2015
Dovlàtov, escriptor o narrador
“No cregui que és falsa modèstia—afirma en una entrevista—però no estic segur de sentir-me un escriptor. M’agradaria considerar-me un narrador. No és el mateix. L’escriptor s’ocupa de coses importants: escriu sobre com han de viure els homes, en nom de què viuen. En canvi el narrador escriu COM viuen els homes. Crec que Txèkhov va tenir tota la vida aquesta dilema: qui era: ¿un escriptor o un narrador? En temps de Txèkhov encara existia aquest matís”.
dijous, 9 d’abril del 2015
Joan Todó comenta Un viatge fora forat
Jo proposo, doncs, simplement caminar i mirar, i de seguida dialogar. A través del diàleg amb la gent s’arribaria (…) a veure, a tocar, a pressentir moltes formes de la nostra manera d’ésser més real i autèntica. La màxima qüestió està a crear una generació que no sigui forastera, que conegui profundament el país.
dimecres, 8 d’abril del 2015
Vicent Sanz comenta Un viatge fora forat
dimecres, 4 de març del 2015
Kierostami i la mel als llavis
dimarts, 10 de febrer del 2015
"Arnold Schönberg, Constructor de bondades" por Claudio Magris.
A menudo, la imagen de la bondad está ligada a una relación amigable y confidencial con las cosas, a una respetuosa familiaridad con los objetos, a una atenta y sabia capacidad para tratarlos con habilidad, pero también con cuidado y respeto. La gentileza con la que se trata a las personas, a los animales, a las plantas, se extiende espontáneamente a las cosas, al florero en el que se mete la flor; la bondad también está en las manos, en la manera en la que se tienden hacia otras o toman un cenicero de la mesa. La atención, se ha dicho, es una forma de plegaria, el reconocimiento de la realidad objetiva, de un orden, de que existen límites: una manera de mirar más allá y por encima del yo egocéntrico, de saber que nadie es el caprichoso y tiránico sátrapa del mundo y que puede destruirlo a su arbitrio, como nos sucede en esos penosos e impotentes ataques de cólera en los que, al no poder destruirnos a nosotros mismos, a los otros o al universo, hacemos pedazos el primer objeto que nos queda a la mano. San José o Geppetto tienen manos fuertes y buenas, se mueven con habilidad y soltura entre las herramientas de su taller.
Esa bondad se asemeja al amor auténtico que sienten aquellos que se preocupan por los demás y no se concentran estérilmente sólo en su propio deseo; se asemeja a la infancia, cuya fantasía se enciende por una piedra o por una caja de cerillos vacía y, sobre todo, se asemeja al arte, que no existe sin esta sensual, curiosa y escrupulosa pasión por sentir el relieve de lo físico, los detalles, las formas, los colores, los olores, una superficie lisa o áspera, la revelación que puede llegar observando la arena mojada a la orilla del mar luego de haberse retirado una ola o del botón mal cosido de una chaqueta.
Esa mesa se encuentra en Los Ángeles, en el Instituto Arnold Schönberg en la Universidad de Sur de California. Se encuentra, por lo tanto, en el lugar del exilio, donde se había refugiado para escapar del nazismo; y no en la casa dónde él vivía —y donde ahora vive uno de sus hijos, Ronald— sino en el instituto que alberga el riquísimo material de archivo puesto a disposición en 1976 por sus tres hijos: seis mil páginas de manuscritos musicales, literarios y personales, dos mil volúmenes fértiles en anotaciones autógrafas en sus márgenes, ensayos y artículos, epistolarios, fotografías, revistas, discos y casetes, cuadros, testimonios de varios géneros —desde hojas de permiso de la Primera Guerra Mundial hasta tarjetas de felicitaciones—, y documentos de toda índole y de gran interés, clasificados y ordenados con claridad y precisión.
Pero ese escritorio no hace pensar en el exilio, en el desarraigo o la lejanía, sino en la casa, en los lares, en una vida profundamente enraizada en la familia, en los afectos, en el orden cotidiano. Esa cálida miríada de objetos —que hace sentir la vida de cada día, provisoria y caótica pero indestructible en su apasionado fluir— nos habla de la realeza sabática del idilio familiar judío, que ningún pogrom y ningún exterminio pueden destruir. Es la casa del judío de la diáspora, el cual no tiene patria pero tiene una en el corazón que siempre lleva consigo y que nada puede aniquilar; el judío inserto en la tradición, en la ley, en el libro, el cual, según la vieja historia, cuando lo ven partir y le preguntan si va lejos, responde talmúdicamente con una pregunta, es decir, pregunta a su vez: “¿Lejos de dónde?”, porque por una parte está siempre y en todos lados lejos; pero, por la otra, nunca está lejos de su centro de valores.
En esa habitación de Schönberg, maestro y creador de disonancias, se advierte la impronta de la armonía, de un hombre que vivió en la armonía. Es la habitación de aquellos fabulosos padres, abuelos o tíos que quizá tuvimos en nuestra infancia, de esos personajes de la familia que quizá entendíamos muy poco y que los parientes miraban con desconfianza, pero que para nosotros eran los magos que hacían vivir las cosas, transformando pedacitos de papel en criaturas misteriosas, construyendo teatros de marionetas o nacimientos con pastores y camellos que se movían en la sombra.
Nuria Schönberg Nono, la hija que cuida en particular el museo y está trabajando en una biografía del compositor, me cuenta, en efecto, de los semáforos de cartón y de otros juegos imaginativos y complicados que su padre construía para ella y sus hermanos, y de los ganchos especiales que él hacía para que su esposa Gertrud pudiese colgar sus faldas de manera que siempre estuvieran bien plisadas y planchadas; en el ensayo escrito para acompañar la publicación de las encantadoras cartas de juego dibujadas por Schönberg, cincuenta y dos cartas de un whist, Nuria recuerda cómo, cuando era niña, le gustaba verlo cuando preparaba los modelos para sus invenciones, recortando, cepillando y pegando, sintiendo el olor del engrudo y de la mezcla de agua y harina que el creador de Pierrot lunaire y de Moses und Aron removía en una olla.