dimarts, 10 de febrer del 2015

"Arnold Schönberg, Constructor de bondades" por Claudio Magris.

A menudo, la imagen de la bondad está ligada a una relación amigable y confidencial con las cosas, a una respetuosa familiaridad con los objetos, a una atenta y sabia capacidad para tratarlos con habilidad, pero también con cuidado y respeto. La gentileza con la que se trata a las personas, a los animales, a las plantas, se extiende espontáneamente a las cosas, al florero en el que se mete la flor; la bondad también está en las manos, en la manera en la que se tienden hacia otras o toman un cenicero de la mesa. La atención, se ha dicho, es una forma de plegaria, el reconocimiento de la realidad objetiva, de un orden, de que existen límites: una manera de mirar más allá y por encima del yo egocéntrico, de saber que nadie es el caprichoso y tiránico sátrapa del mundo y que puede destruirlo a su arbitrio, como nos sucede en esos penosos e impotentes ataques de cólera en los que, al no poder destruirnos a nosotros mismos, a los otros o al universo, hacemos pedazos el primer objeto que nos queda a la mano. San José o Geppetto tienen manos fuertes y buenas, se mueven con habilidad y soltura entre las herramientas de su taller.

Esa bondad se asemeja al amor auténtico que sienten aquellos que se preocupan por los demás y no se concentran estérilmente sólo en su propio deseo; se asemeja a la infancia, cuya fantasía se enciende por una piedra o por una caja de cerillos vacía y, sobre todo, se asemeja al arte, que no existe sin esta sensual, curiosa y escrupulosa pasión por sentir el relieve de lo físico, los detalles, las formas, los colores, los olores, una superficie lisa o áspera, la revelación que puede llegar observando la arena mojada a la orilla del mar luego de haberse retirado una ola o del botón mal cosido de una chaqueta.

Esta luz cobija todas las cosas y los materiales, clavos oxidados, ventanas de rascacielos o pantallas de computadoras que se animan como la lámpara de Aladino; pero la madera, sobre todo, posee una religiosa fraternidad, quizá por la estrecha cercanía de la mano que la aferra y la modela, por el placer que proporciona al tacto, por el olor vivo. No por nada el carpintero es una antigua y mítica figura de protectora bondad paterna, como San José o Geppetto.
También la mesa de trabajo de Arnold Schönberg está abarrotada de objetos, profusamente amontonados en ese aparente desorden que únicamente entiende aquel que los puso y dispuso de esa manera, pero que, precisamente por esto, es el verdadero orden de quien vive y trabaja, disponiendo y organizando la realidad. Sobre esa mesa hay a granel cuadernos, tinteros, libretas de apuntes, hojas de música llenas de notas, lápices, portaplumas y libros, pequeños rodillos construidos ingeniosamente para pegar los timbres postales o cerrar las cartas, un violín de cartón, complicados tableros de ajedrez imaginados por él, muy diferentes a los usuales y con piezas muy bizarras; modelos y dibujos de las famosas cartas de juego de su invención, los cuadritos de cartón de colores que le servían para estudiar las posibilidades combinatorias de las doce notas musicales. Tirados en el piso hay bisagras, pisapapeles, sierras, martillos, utensilios y mecanismos de todo tipo. En su mayor parte se trata de objetos y herramientas fabricados por él mismo, un poco por necesidad, un poco para ahorrar, un poco por gusto y placer. Schönberg se construyó su mundo al igual que Robinson Crusoe: cortaba, segaba y pegaba, fabricaba sus cestos para los recortes de papel o los cilindros para poner las plumas y los lápices, envolvía con cuidado en tiritas de cartón los restos de los lápices para que le duraran más tiempo.

Esa mesa se encuentra en Los Ángeles, en el Instituto Arnold Schönberg en la Universidad de Sur de California. Se encuentra, por lo tanto, en el lugar del exilio, donde se había refugiado para escapar del nazismo; y no en la casa dónde él vivía —y donde ahora vive uno de sus hijos, Ronald— sino en el instituto que alberga el riquísimo material de archivo puesto a disposición en 1976 por sus tres hijos: seis mil páginas de manuscritos musicales, literarios y personales, dos mil volúmenes fértiles en anotaciones autógrafas en sus márgenes, ensayos y artículos, epistolarios, fotografías, revistas, discos y casetes, cuadros, testimonios de varios géneros —desde hojas de permiso de la Primera Guerra Mundial hasta tarjetas de felicitaciones—, y documentos de toda índole y de gran interés, clasificados y ordenados con claridad y precisión.

Pero ese escritorio no hace pensar en el exilio, en el desarraigo o la lejanía, sino en la casa, en los lares, en una vida profundamente enraizada en la familia, en los afectos, en el orden cotidiano. Esa cálida miríada de objetos —que hace sentir la vida de cada día, provisoria y caótica pero indestructible en su apasionado fluir— nos habla de la realeza sabática del idilio familiar judío, que ningún pogrom y ningún exterminio pueden destruir. Es la casa del judío de la diáspora, el cual no tiene patria pero tiene una en el corazón que siempre lleva consigo y que nada puede aniquilar; el judío inserto en la tradición, en la ley, en el libro, el cual, según la vieja historia, cuando lo ven partir y le preguntan si va lejos, responde talmúdicamente con una pregunta, es decir, pregunta a su vez: “¿Lejos de dónde?”, porque por una parte está siempre y en todos lados lejos; pero, por la otra, nunca está lejos de su centro de valores.

En esa habitación de Schönberg, maestro y creador de disonancias, se advierte la impronta de la armonía, de un hombre que vivió en la armonía. Es la habitación de aquellos fabulosos padres, abuelos o tíos que quizá tuvimos en nuestra infancia, de esos personajes de la familia que quizá entendíamos muy poco y que los parientes miraban con desconfianza, pero que para nosotros eran los magos que hacían vivir las cosas, transformando pedacitos de papel en criaturas misteriosas, construyendo teatros de marionetas o nacimientos con pastores y camellos que se movían en la sombra.

Nuria Schönberg Nono, la hija que cuida en particular el museo y está trabajando en una biografía del compositor, me cuenta, en efecto, de los semáforos de cartón y de otros juegos imaginativos y complicados que su padre construía para ella y sus hermanos, y de los ganchos especiales que él hacía para que su esposa Gertrud pudiese colgar sus faldas de manera que siempre estuvieran bien plisadas y planchadas; en el ensayo escrito para acompañar la publicación de las encantadoras cartas de juego dibujadas por Schönberg, cincuenta y dos cartas de un whist, Nuria recuerda cómo, cuando era niña, le gustaba verlo cuando preparaba los modelos para sus invenciones, recortando, cepillando y pegando, sintiendo el olor del engrudo y de la mezcla de agua y harina que el creador de Pierrot lunaire y de Moses und Aron removía en una olla.

Más tarde, durante la cena en casa Schönberg, cada tanto, los tres hermanos —Nuria, Ronald y Lawrence— recuerdan juegos y cumpleaños, veladas y ocurrencias transcurridas en familia compartiendo la mesa, los regaños si no se portaban bien en la escuela, chistes y risas, con esa complicidad fraterna que es el mejor y espontáneo homenaje a los padres que han sabido ser tales.
Mirando ese escritorio y escuchando esas historias, se piensa con envidia en la señoría que Schönberg ostentaba sobre el tiempo, en el tiempo que empleaba para muchas, muchas cosas aparentemente de poca monta, en lugar de dedicarlo, como a menudo acontece, a la febril administración de su genio: las conferencias, las entrevistas, la promoción de sí mismo, la organización cultural.

La grandeza de Schönberg no parece pesarle a sus hijos, como lo quiere una retórica rancia y como además sucede con mucha frecuencia; no los aplasta, sino los potencia y sobre todo los alegra, no arroja una sombra sobre su rostro, sino una luz fresca y amable, la clara y afectuosa sonrisa con la que su hija me habla de su padre. Por su rostro, por su manera de ser, se intuye que a los tres hijos de Schönberg, un grande del arte más alto y más riguroso, les dio ese afecto que educa en la libertad, para sentirse en armonía con el mundo —en los límites en los que esto sea posible en la tragedia y en lo absurdo de la vida.
La música de Schönberg penetró hasta el fondo, con despiadada lucidez, en esa tragedia y en ese absurdo de la existencia, en las disonancias del corazón, de la historia y del destino. Sin la experiencia de la escisión y de la laceración, sin aventurarse como Moisés en el desierto, no existe gran arte y ni siquiera es posible darle voz a la armonía y a la alegría, auténticas sólo cuando pasan a través del conocimiento y la certidumbre de la tragedia, porque de otra manera, son falsas y postizas. El gran artista sabe, al igual que Kafka, que su tarea es asumir en su persona lo negativo y el mal de su época.

Pero este descenso a los infiernos no es en lo absoluto fascinación del mal y renuncia a la humanidad. No muy lejos de la casa Schönberg y de las grandes olas del Pacífico que se abaten de improviso sobre la playa, está la casa de Thomas Mann, también él un exiliado. Los Schönberg a veces iban a visitar al escritor, pero los niños, incluso ya grandes, tenían que quedarse afuera, porque en esa casa no se amaba demasiado a la infancia.
Schönberg quedó muy dolido cuando en el Doctor Faustus, para representar la tragedia del arte contemporáneo, condenado a una perfección carente de humanidad y a su manera entrelazada a la barbarie nazi, Mann identificó en la música dodecafónica un gran arte, que él veía inhumano y demoníaco. Naturalmente, Schönberg sabía muy bien que, como todo escritor que inventa un personaje, Mann tenía el pleno derecho de prestarle a su protagonista imaginario, Adrian Leverkähn, rasgos particulares sugeridos por otras realidades y por otras personas, sin pretender retratar objetivamente a estas últimas.
Ciertamente, Doktor Faustus no presume de ser un estudio sobre Schönberg, sino una novela. Pero la grandeza y la fama de esa obra pueden inducir a muchos a considerar que la música de Schönberg es efectivamente la que Mann le atribuye a su héroe infernal. Judío e invadido por un profundo sentimiento sagrado de lo humano, Schönberg no podía no entristecerse al sentir que su música, de alguna manera, era conectada con el éxito final y bárbaro de la involución de la cultura germana. “Si Mann me lo hubiese preguntado —le dijo a su hija— habría podido inventar para él una música demoníaca e inhumana que hubiera podido describir en su libro. Yo no la inventé, porque una música de ese tipo no me interesaba, la mía es otra cosa...”
Entre los muchos malentendidos, éste lo había amargado particularmente. Pero Schönberg, creador de una música radicalmente nueva y muchas veces mal entendida, rechazada y acusada de muchas maneras, había aprendido a soportar con tranquilidad incluso la incomprensión dolorosa. “Quienes han recibido del Señor Dios la misión de decir algo impopular —dice serena y profunda su voz en un discurso berlinés de 1931, que escucho en el museo— también recibieron de él la capacidad de darse cuenta y aceptar que siempre serán los otros los que sean entendidos”.